La leyenda del amor y la confianza
Éranse una vez dos personas que se amaban mucho. Se habían casado y no podían imaginar vivir la una sin la otra. Por eso, un día, decidieron que si uno de los dos, hombre o mujer, moría, el otro entregaría su vida y le seguiría para mostrar lo fuerte que había sido su amor por él.
Así siguió su vida, y estaban en paz consigo y con sus hijos. Pero un día el hombre concibió la idea de poner a prueba a su mujer y averiguar cuánto le amaba.
Así que envió a un amigo, que estaba recogiendo leña con él en el bosque, a buscar a su mujer. Debía contarle que su esposo se había caído de un árbol y se había matado.
Cuando la mujer oyó esto, el dolor le rompió el corazón, se acordó de su promesa, entró en su casa vacía y se quitó la vida.
Cuando su esposo volvió y la encontró, derramó amargas lágrimas. ¡Qué necio había sido! No había creído que su esposa mantendría la promesa.
Había puesto a prueba su amor y lo había perdido por completo.
El hombre estaba muy triste, la echaba de menos y lloraba amargamente. Pero le faltaba el valor para seguirla hacia la Muerte.
Al cabo de algún tiempo, le llamó la atención que al volver del trabajo su casa siempre estaba limpia y los niños atendidos, habían comido y estaban contentos. No lo entendía, y les preguntó por qué estaban tan contentos y quién lo había recogido todo. Su respuesta fue sencilla: su madre había estado allí y lo había hecho todo.
El hombre no quería creerlo, pero todos los días volvía a ocurrir, y la respuesta era siempre la misma. Entonces el hombre se escondió en la casa a ver qué sucedía. De hecho su esposa apareció, y era tan bella y tenía un aspecto tan encantador, que él no pudo seguir en su escondite.
Salió y le dijo cuánto la amaba, qué maravilloso era el brillo de sus ojos, y quiso abrazarla y besarla.
La mujer respondió:
-¡No, no, por favor, no! No lo hagas, porque estoy muerta, y entonces no podré volver más y tendré que marcharme para siempre. ¡Por favor, no lo hagas!
Pero el hombre quería tanto a su mujer que no entendió qué quería decirle, y quiso a toda costa tenerla en sus brazos. Y la abrazó.
Y se encontró sosteniendo un esqueleto. La mujer nunca más ha aparecido.
El agradecimiento del Mundo
En una ocasión, un petirrojo oyó de lejos una triste canción. Siguió el canto y halló a un canario cuya jaula colgaba en un balcón.
-¿Por qué estás tan apenado? –preguntó el petirrojo.
-Porque estoy encerrado aquí –se quejó el canario-. Pero si me liberas seré tu amigo.
El petirrojo estaba tan arrobado por la triste canción y la gracia con la que el canario la cantaba que se esforzó en abrir la jaula. Al hacerlo se hirió en el pico, y la sangre cayó sobre su pecho. Pero al fin consiguió liberar al prisionero.
-Ven, volemos lejos, donde podamos estar juntos –dijo feliz el petirrojo.
-¿Cómo? Yo no te conozco – replicó el canario
-Pero si me has ofrecido tu amistad –dijo el petirrojo.
-Yo no soy amigo de desconocidos –respondió orgulloso el canario, y salió volando.
El petirrojo se quedó estupefacto de la decepción. Entonces llegó el dueño del canario y lo metió en la jaula, el la que desde entonces canta hermosas y tristes canciones.
No hay cuentos con el alcohol
Érase una vez un hombre que quería mucho a su esposa. Pero tenía mucha afición al alcohol y estaba borracho a menudo, y bebía cada vez más. Su mujer le decía:
-¡Basta, tu hijo y yo te queremos! Te vas a matar con el alcohol, pero antes nos vas a matar a nosotros.
Pero el marido no la escuchaba, tan sólo se ponía furioso y le decía:
-¡No me eches sermones, cierra el pico!
Luego empezó a pegar a su amada esposa. El niño lloraba de miedo. Entonces él se ponía aún más furioso y pegaba también a su hijo.
Estaba borracho con tanta frecuencia que él mismo se avergonzaba y quería dejarlo, porque el amor a su esposa era muy grande. Pero el alcohol era más fuerte, y no lograba abandonarlo.
Pero de repente murió su mujer. Los médicos dijeron que había muerto de una enfermedad del corazón, pero él sabía muy bien que había muerto de tristeza.
Para olvidar la pena por la muerte de su amada mujer, empezó a beber aún más. La casa estaba llena de botellas de alcohol, llenas y vacías. Cuando estaba borracho, veía a su mujer y hablaba con ella en alta voz.
El niño siempre abría mucho los ojos y quería también ver a su madre. Así que preguntaba:
-Padre, ¿dónde está? Quisiera que me abrazara y besara, ¿Dónde está?
Entonces el borracho le gritaba a su hijo:
-¡Es que no la ves, tonto, ahí delante! ¡Ve a que te bese y te abrace!
Pero el niño no podía ver a su madre, no entendía a su padre y estaba confuso, atemorizado y triste.
Un día, al volver del trabajo e ir a coger una botella de alcohol, el hombre vio a su hijo tendido en el suelo. Le dio con el pie; entonces el niño se levantó de un salto y se echó a reír diciendo cosas absurdas, con los ojos brillando como fuegos fatuos.
El padre le increpó:
-¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loco o he de llamar a un médico?
Entonces se dio cuenta de que su botella estaba vacía y el niño bebido, y bramó:
-¡Estás borracho! ¡Yo te enseñaré a no volver a hacerlo, te voy a matar! –Y cogió su cinturón para azotar al niño.
El muchacho recobró rápidamente el sentido y gritó aterrado:
-¡Padre, yo sólo quería ver a mamá, como la ves tú cuando has bebido! ¿Por qué quieres pegarme sólo por quereros tanto a los dos?
Entonces el hombre se estremeció hasta el fondo de su corazón, y pensó: He matado a mi mujer y he estado a punto de matar a mi hijo. He querido a mi mujer y quiero a mi hijo. No soy una mala persona. ¡No volveré a beber!
El hombre cumplió su promesa. Cuando se le invitaba un vaso de aguardiente, lo rechazaba y se marchaba a su casa con su hijo, porque siempre pensaba que debido al alcohol casi había destruido todo lo que le era valioso y querido.
La justa
Un hombre había matado un pavo y lo había preparado para comérselo a solas en el bosque. Cuando empezó a comer, apareció el Diablo y dijo:
-Soy el Diablo. Dame tu pavo.
El hombre respondió:
-No, ni un bocado.
-Cómo que no –gritó el Diablo-. ¡Soy el Diablo, soy omnipotente!
-No lo eres –respondió el hombre-. Dios no te permite hacer todo lo que quieras; de mí no obtendrás nada.
Entonces el Diablo se alejó, y el hombre prosiguió su comida. En su lugar apareció Dios.
-Soy Dios, el todopoderoso, dame de tu pavo.
El hombre respondió con un no:
-Aunque seas Dios, no actúas con justicia. Hay demasiadas guerras, enfermos y pobres en este mundo. De mí no obtendrás nada.
Entonces Dios se marchó de allí, el hombre siguió comiendo, y vino la Muerte.
La muerte se presentó, pidió un trozo de pavo, y el hombre dijo:
-Siéntate y come, a ti sí te daré. Tu eres la única justa, tú te llevas contigo jóvenes y viejos, pobres y ricos, siervos y amos. ¡Siéntate y sé mi invitada!
Elogio de la pereza
Éranse una vez cinco hombres que no tenían techo bajo el que cobijarse, no solo porque habían tenido mala suerte en la vida, sino también porque eran desmesuradamente vagos. Estaban agrupados porque eran muy parecidos. Ninguno quería hacer nada con tal de no moverse, ni siquiera cocinar para sí mismo. Ésa era también la única razón por la que discutían, porque alguna vez uno de ellos tenía que hacer la comida. De ahí que estuvieran flacos y sucios. Sabían que el agua estaba para cocer y lavarse, pero para esto último sólo utilizaban cuando caía sobre ellos en forma de lluvia, de lo contrario su uso les era ajeno. Se decía que era posible encontrar el lugar donde acampaban simplemente siguiendo el mal olor.
Un día, los cinco estaban tumbados bajo un aguacate, y estaban muy hambrientos. Los frutos estaban tan maduros y próximos que no tenían más que levantarse y tomarlos. Pero uno de ellos colgaba tan grande y hermoso sobre sus cabezas que bastaba con estirar el brazo.
-Ah –suspiró uno-, si te cayeras.
-Cierra el pico –gruñó otro después de una pausa-. ¿Quién se daría vuelta para levantarlo del suelo?